La Argentina no es el único país en que el grueso de la población propende a creerse víctima de la malevolencia de una banda de sujetos parasitarios que, luego de apoderarse de muchas instituciones públicas y privadas, se pusieron a aprovecharlas en beneficio propio sin preocuparse en absoluto por el destino de los demás. Algo muy similar está ocurriendo en Estados Unidos, Francia, Alemania, el Reino Unido y otras partes de Europa en que sigue cobrando fuerza una rebelión amorfa contra el statu quo que está liderada por personajes disruptivos como Javier Milei y Donald Trump, hombres convencidos de que sus países respectivos tomaron un giro equivocado en un momento determinado del pasado y que tienen que hacer cuanto les parezca necesario para recuperar “la grandeza” así perdida.
Si bien son abismales las diferencias entre la riquísima pero atribulada superpotencia mundial y la Argentina, y las ideas libertarias del presidente Milei distan de coincidir con los instintos proteccionistas de su homólogo norteamericano, los dos deben su protagonismo al fracaso de los gobiernos que los antecedieron y al agotamiento aparente de la cultura política que imperaba hasta hace muy poco en los países de raíces mayormente europeas. Con todo, mientras que en la Argentina, una estrategia autárquica como la de Trump sería suicida, en Estados Unidos una mileísta sólo serviría para agravar una situación que, para muchos que respaldan al “hombre naranja”, ya es insoportable.
Huelga decir que, para “las elites” que están bajo ataque, se trata de dos manifestaciones de “populismo” que califican de “ultraderechistas” a pesar de que muchos cambios propuestos por Trump y sus admiradores en otras latitudes sean afines a los que, apenas una generación atrás, reclamaba la izquierda.
¿A qué se debe lo que está sucediendo? En el fondo, a la conciencia de que, hace tiempo, el desarrollo económico dejó de favorecer al hombre común, como había sucedido en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y abundaban empleos bien remunerados en fábricas y oficinas para quienes carecían de talentos especiales. No sólo en Estados Unidos sino también en Europa, Japón y Australia, los ingresos de la mayoría apenas han mejorado en los últimos cincuenta años aunque el producto bruto sí ha aumentado mucho, y todo hace pensar que, gracias al progreso frenético de la tecnología, es remota la posibilidad de que lo hagan en el futuro previsible. Aun cuando Trump logre repatriar los empleos industriales que los empresarios de su país exportaron a México, China y otros países de salarios reducidos, sería de prever que la automatización se encargara de una proporción creciente de las tareas que consiguiera rescatar.
El malestar que tantos sienten se ha visto agravado por lo que podríamos llamar el aburguesamiento del progresismo izquierdista que hoy en día se ve dominado por académicos, juristas, profesionales de la política, gente de la farándula y empleados públicos que ocupan posiciones jerárquicas en las burocracias estatales. A diferencia de sus precursores, quienes hoy en día se suponen socialistas e incluso marxistas ni siquiera fingen creer en la misión histórica del proletariado. Por el contrario, en los países más prósperos, los progres actuales tienden a despreciar a sus integrantes; a su juicio, no están a la altura del papel que los biempensantes de otrora les habían confiado porque han resultado ser reaccionarios miserables que sucumben con facilidad a las tentaciones brindadas por el nacionalismo, el racismo y el sexismo.
Y, como si los defectos que les atribuyen no fueran suficientes como para motivar su indignación, creen que son demasiados estúpidos como para adaptarse a los tiempos que corren y que por lo tanto son personalmente responsables del deterioro de su calidad de vida. Como aconsejó en cierta oportunidad el expresidente norteamericano Joe Biden a los mineros y otros que perdían sus empleos, los obreros manuales deberían “aprender a programar”.
Decepcionada por la clase trabajadora que a su entender la había traicionado al apoyar a nacionalistas de derecha como Marine Le Pen y sus equivalentes, la progresía internacional optó por buscar su redención apoyando con fervor a las presuntas víctimas de la maldad congénita de sus compatriotas, comenzando con las minorías étnicas, en especial las “de color”, como las conformadas por negros en Estados Unidos e inmigrantes musulmanes en Europa. También se solidarizó con los transexuales militantes, lo que, entre otras cosas, los obligó a negar que haya diferencias significantes entre los dos géneros en que se dividen los miembros de casi todas las especies, incluyendo la nuestra.
Como pudo preverse, lo que comenzó como un intento de eliminar algunos prejuicios residuales no tardó en metamorfosearse en una ofensiva furiosa contra el “hombre blanco” que, en opinión de los más fanatizados -muchos de ellos blancos-, había hecho del mundo entero un infierno. Para los “woke”, ya no es cuestión de procurar reformar el orden existente en su país sino librar una guerra propagandística contra la civilización occidental, aliándose con los extremistas musulmanes que, si bien comparten el deseo de destruirla, discrepan en torno a lo que pondrían en su lugar. Acaso lo único cierto es que, si los islamistas tuvieran éxito, no titubearían en exterminar a sus amigos izquierdistas, como hicieron con saña sus correligionarios en Irán después de la caída del Sha Reza Pahlevi.
Puede que sólo una minoría esté realmente convencida de que la civilización occidental está moribunda, pero no cabe duda de que el pesimismo cultural que manifiesta está contribuyendo a desmoralizar -en ambos sentidos de la palabra- a las sociedades más opulentas, libres, igualitarias y, en teoría, militarmente poderosas que el mundo haya visto. Un síntoma llamativo del malestar es el colapso casi universal de la tasa de natalidad. Hasta hace muy poco, era habitual suponer que solamente los “derechistas” se preocupaban por el tema, ya que en círculos elitistas el consenso era que habría que “salvar el planeta” de los desastres ambientales que provocaba el hombre, pero tales actitudes están cambiando.
Sea como fuere, es difícil negar que la negativa de tantos a tener hijos nos dice que algo anda muy mal en las sociedades modernas. Para algunos, se trata de una consecuencia de la pérdida de fe religiosa y la idea de que la vida tiene sentido que solía acompañarla; últimamente, muchos ateos y agnósticos se han puesto a citar a Blaise Pascal, el filósofo y matemático francés que, en el siglo XVII, dijo que “hay un agujero con forma de Dios en el corazón de cada hombre”.
Como no pudo ser de otro modo, los enemigos del Occidente están decididos a sacar pleno provecho del bajón anímico de sociedades que, treinta años atrás, creían tener motivos de sobra para creerse superiores en su conjunto a todos sus rivales. Entre otras cosas, el imperialismo neo-zarista de Vladimir Putin y el renovado yihadismo de los islamistas se vieron posibilitados por la pérdida de confianza en su propio destino que aflige a las clases dirigentes de Estados Unidos y Europa. También se han sentido envalentonados el presidente vitalicio chino Xi Jinping y miembros de su entorno.
Si bien parecería que en ambos lados del Atlántico, y también en Japón y Australia, los gobiernos se han dado cuenta de que la debilidad principista es de por sí provocadora y que por lo tanto les convendría prepararse para la guerra con la esperanza de que nunca se vean constreñidos a librar una, no les está resultando nada fácil hacerlo. En Estados Unidos, Trump sigue sembrando confusión, y si bien los líderes europeos, acostumbrados como han estado a depender de la protección norteamericana, comprenden que tendrán que hacer del rearme una prioridad, temen que si reducen los gastos sociales las consecuencias políticas serían inmanejables. Sea como fuere, algunos, como el presidente francés Emmanuel Macron y el primer ministro británico Keir Starmer, parecen haberse dado cuenta de que es absurdo que los europeos se sientan intimidados por amenazas procedentes de un país relativamente pobre como Rusia.
Otra consecuencia de la crisis anímica occidental ha sido el resurgimiento de la militancia islámica que, cuando pocos cuestionaban la supremacía del orden dinámico que se originó en la Ilustración, sólo interesaba a los fascinados por fenómenos exóticos. Aunque el desafío que plantea ha crecido exponencialmente en décadas recientes, en Europa todavía escasean los dispuestos a tomarlo en serio. Por miedo a desatar disturbios en gran escala, los gobiernos de la parte occidental del continente preferirían mantener abiertas las puertas a inmigrantes, por lo común indocumentados, de los países musulmanes del Oriente Medio y el Norte de África, pero las presiones públicas les están obligando a modificar su actitud y afirmarse resueltos a expulsar a los fanáticos yihadistas más peligrosos.
En Estados Unidos, donde la situación es menos grave, el gobierno de Trump ha asumido una actitud mucho más contundente al ordenar a la policía y las autoridades migratorias poner fin a la agitación “antisionista” -es decir, antisemita- de yihadistas y sus simpatizantes de la izquierda que desde hace más de un año ha convertido algunas universidades célebres en lugares peligrosos para los estudiantes judíos.
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