Uno acrecentó la fortuna que heredó de su padre y envejeció burlándose de la decrepitud de su rival, el otro hizo de su vejez una clase magistral de austeridad y sencillez.
Sus imágenes contrastantes se cruzaron en el mismo puñado de días, como el “hombre rico” y el “hombre pobre” se cruzaron en el título de la novela de Irwin Shaw. Uno luce su apellido en lujosos rascacielos y en su Boeing 757, el otro lucía un vetusto Volkswagen escarabajo y una perra de tres patas en su desprolija chacra de las afueras de Montevideo.
José “Pepe” Mujica hizo una revisión de su violenta juventud que se alzó en armas contra una democracia, y envejeció sumando su aporte a la notable cultura democrática de Uruguay, dejando como última postal un multitudinario funeral y el respeto expresado por gobernantes de todo el mundo.
Donald Trump permaneció sin que la autocrítica asomara entre su catarata de auto-elogios, pero en su última gira por Medio Oriente actuó como guiado por una revisión correctiva.
Salones lujosos de imponentes palacios son un paisaje cotidiano para un multimillonario que, además, preside la mayor potencia mundial. Pero en los aposentos fastuosos de las ricas monarquías del Golfo, aunque en su paisaje habitual, el magnate neoyorquino se veía diferente.
Quizá consciente de su falibilidad por la sucesión de malos cálculos que lo llevaron a incómodas contramarchas, las más notables en la guerra arancelaria contra China y en el desaire que le hicieron sus admirados Vladimir Putin y Benjamín Netanyahu bombardeando las treguas que había impulsado en Ucrania y Gaza, pareció dotar a su pragmatismo de un sentido de la realidad que nunca fue más fuerte que su patológica egolatría.
El abrazo con Mohamed bin Salmán, a pesar del asesinato y descuartizamiento de Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul, estaba precedido del apretón de manos que tuvo que dar Joe Biden al hijo del rey Salmán bin Abdulaziz al Saud a pesar del brutal crimen de ese disidente que residía en Estados Unidos.
Inicialmente, Biden había denunciado de manera enérgica el homicidio de Khashoggi, procurando aislar al príncipe de las manos ensangrentadas. Sin embargo, la realidad le impuso virar su posición. Pero al presidente demócrata le tocó la etapa anti-iraní de Mohamed bin Salmán, mientras que Trump estrechó la mano del príncipe al que China reconcilió con la combativa teocracia persa.
Las aguas del Oriente Medio están revueltas y en ellas el joven líder saudita puede llevarse bien con el régimen de los ayatolas y también con el ex jihadista de Al Qaeda que derribó a Bashar al Asad, el aliado de Irán en Siria.
Lo raro fue ver a un presidente norteamericano estrechar la mano y elogiar a un miembro de la organización terrorista que lanzó aviones de pasajeros contra las torres gemelas y el Pentágono, quien además combatió a las órdenes de Aymán al Zawahiri contra las tropas estadounidenses en Irak.
Ahmed al Sharaa es hoy el presidente de Siria pero antes fue Abú Muhamad al Julani, su nombre jihadista como comandante del Frente Al Nusra, brazo de Al Qaeda en la guerra civil que acabó derribando a la dinastía Al Asad en Damasco. Por eso resultó impactante el apretón de manos y sonó rarísimo el elogio de Trump al jihadista que en Irak jugaba al fútbol pateando cabezas de soldados norteamericanos.
Como un “joven atractivo con un pasado fuerte, un luchador” describió el presidente de Estados Unidos al líder sirio. Aunque ese acercamiento, hasta hace poco inconcebible, puede resultar acertado para un rediseño positivo del tablero del Oriente Medio, el llamativo elogio que Trump le dispensó fue desmesurado y prescindible. De hecho, Europa ya lo había aceptado sin que Macron ni Starmer lo adularan y ni le pusieran al saludo protocolar un solo adjetivo de más. En definitiva, si de adjetivos se trata, al líder sirio que formó parte de Al Qaeda también le cabe “sanguinario”.
Igualmente extrañas fueron las imágenes del jefe de la Casa Blanca en el palacio de la dinastía Al Thani, recibiendo un regalo estrafalariamente desmesurado: un jumbo Boeing 747 valuado en 400 millones de dólares.
Aceptando semejante obsequio, Trump violó la ley que prohíbe a los presidentes de Estados Unidos recibir obsequios de reyes y de Estados extranjeros. Pero más raro fue verlo a los abrazos con Tamim bin Hammad al Thani, el emir de Qatar que lleva años financiando el poderío de Hamás en la Franja de Gaza y dando refugio en lujosos rascacielos de Doha a líderes políticos de esa organización terrorista que está en guerra con Israel, entre ellos Ismail Haniye.
Cuando Riad y Abu Dabi tenían a Teherán como principal enemigo, Doha mantuvo la cercanía con la República Islámica de Irán, lo que le valió un largo bloqueo de sus vecinos árabes. Ahora, el efusivo acercamiento de Trump a Qatar muestra postales que deben haber desconcertado a Netanyahu.
Así como terminó mostrando cansancio con los bombardeos del líder ruso sobre blancos civiles ucranianos que imposibilitaron la tregua que él había impulsado, el presidente norteamericano parece también enojado con la guerra de tierra arrasada con que el premier israelí sepultó la tregua impulsada desde Washington.
Por cierto, las últimas actitudes de Trump no implican rompimiento con Putin y Netanyahu, dos líderes con los que comparte vocación expansionista y un conservadurismo duro de naturaleza autocrática, aunque a diferencia de Rusia, en Israel y Estados Unidos rigen estados de Derecho que aún no fueron doblegados por ese instinto autoritario.
De momento, lo visible es el contraste entre las imágenes del magnate neoyorquino en los fastosos salones de los monarcas árabes y las imágenes que dieron la vuelta al mundo desde ese país tan pequeño y discreto que ostenta una democracia rica en diálogo y convivencia: Uruguay.
En un tiempo en el que se idolatra el poder y el dinero, mostrarse austero es un acto de rebelión y ser anciano y sencillo es una forma de resistencia.
Esas fueron la mejor rebelión y la más valiosa resistencia que encarnó José Mujica. Parecen menos insumisas que haber tomado las armas en su juventud, pero no es así. El mayor aporte de ese ex presidente que se convirtió en demócrata, fue hacer de su vejez una clase magistral de austeridad y sencillez.
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