Tuesday 13 de May, 2025

MUNDO | 05-05-2025 12:37

El Papa y el escribidor

Francisco y Vargas Llosa tenían algo en común, aunque es probable que no lo supieran. Finalmente, lo que los acercó fue la cercanía de sus muertes.

Casi al mismo tiempo acabaron dos vidas que se habían cruzado en dirección opuesta. Mario Vargas Llosa había criticado al Papa Francisco, pero nunca con agresividad. Y es probable que, ante los liderazgos brutales que crecieron con la ola ultraconservadora que recorre el mundo, hubiera valorado más al líder católico que irradió bondad, humildad, compasión y respeto por los distintos y los que piensas y sienten diferente.

Esos rasgos del pontífice contrastaron con la agresiva intolerancia y la supremacista arrogancia de líderes que desprecian la debilidad en todas sus formas y tratan como herejía cualquier crítica contra sus convicciones absolutas.

En los crepusculares últimos años de su vida, es posible que Vargas Llosa llegara a la conclusión que esos liderazgos ultraconservadores tan en las antípodas de lo que irradió al mundo el Papa argentino, sean la peor amenaza contra las democracias en este tramo de la historia.

En definitiva, fue su aversión al autoritarismo lo que lo llevó a la literatura. La lectura fue, en la niñez, donde se refugió de un padre tiránico. Desde allí describió en su primer cuento a la cultura autoritaria como intrínsecamente injusta. Al recibir el Nobel dijo que la literatura es el arma más poderosa para combatir la injusticia y la tiranía. Y fue en su obra literaria donde transitó coherentemente el rasgo distintivo de su posición política.

Mario Vargas Llosa ha sido, esencialmente, un enemigo del autoritarismo.

La pregunta que deja su muerte es si ese rasgo esencial lo hubiera convertido también en duro crítico del ultra-conservadurismo, que crece en el mundo de estos días con personajes como Trump y los líderes que se alinean con él.

Mientras las izquierdas viran desde el colectivismo hacia el capitalismo chino, donde el Estado autoritario generó megamillonarios y también desarrollo científico y tecnológico,  sacando el grueso de la sociedad de la pobreza rural, la derecha extrema que crece en Occidente arremete contra el Estado de Derecho para que nada limite el poder de los millonarios.

La diferencia con el modelo chino es que el ultraconservadurismo occidental no quiere invertir en ciencia ni en universidades, por eso las enfrenta como Trump a Harvard y sus admiradores a la ciencia y al sistema educativo en sus respectivos países.

El jefe de la Casa Blanca ataca el sistema judicial y margina al Poder Legislativo. Lo mismo hacen los líderes de la derecha en auge. Como todo populismo, intenta derribar las contenciones institucionales a su poder, mientras ataca la crítica, financia prensa adicta y descalifica todo lo que esté fuera de su radio ideológico.

Esos mismos instrumentos fueron usados por autócratas de izquierda como Fidel Castro y Hugo Chávez, y lo siguen haciendo Maduro y Daniel Ortega, todos acertadamente criticados por Vargas Llosa. Lo discutible es que, aunque como mal menor, haya alentado el voto a ultraconservadores por “enfrentar al populismo”.

Quizá, de haberse demorado la fragilidad que lo apartó de la vida pública los últimos años, hoy estaría apuntando su lucidez contra esta ola que ve en la democracia un obstáculo.

En definitiva, fue él quien afirmó que “la más mediocre de las democracias es preferible a la más perfecta de las dictaduras, sea de Pinochet o de Fidel”.

Ese es el principio rector de su pensamiento político; lo que se mantuvo intacto desde su juventud izquierdista hasta su madurez y vejez liberal: la abominación del autoritarismo.

 “Durante el ochenio odriísta nació mi odio a los dictadores de cualquier género, una de las pocas constantes invariables en mi conducta política”, explicó en La Llamada de la Tribu, libro en el que  analizó a grandes filósofos liberales, desde Adam Smith hasta Jean-Francois Revel, pasando por Ortega y Gasset, Frederich Hayek, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Karl Popper.

Para Vargas Llosa, el autoritarismo es el enemigo de la libertad. Así lo planteó, mejor que en entrevistas y conferencias, en el terreno que lo convirtió en celebridad mundial: la literatura.

Tenía doce años en 1948, cuando Manuel Odría derrocó al presidente José Bustamante. En su primer cuento relata su experiencia en el Liceo Militar al impulsar una huelga contra el autoritarismo de las autoridades.

En Los Cachorros inició la crítica a esa dictadura y en La Ciudad y los Perros vuelve a cuestionar la disciplina militar y el programa del Liceo Leoncio Prado, por inculcar “valores” que en realidad obstruyen una buena formación humana.

La crítica más profunda al régimen del general Odría y las marcas que dejó, está en Conversación en la Catedral. La novela en la que analiza la historia del APRA y en cuyos primeros párrafos se pregunta “cuándo se jodió el Perú”.

Hasta entonces, el blanco de sus cuestionamientos eran el Liceo y la dictadura de Odría. Pero fue la deriva izquierdista del primer gobierno aprista, que encabezó Alan García y resultó calamitoso, lo que convirtió al autor de La Tía Julia y el Escribidor en candidato de la coalición liderada por el partido de Belaunde Terry.

Fujimori lo derrotó en el ballotage, imperando durante la década del ´90 con un régimen autoritario que encaminó Perú hacia el libre mercado, modelo que Vargas Llosa defendía. Aún así, el autoritarismo de Fujimori lo tuvo como acérrimo enemigo.

Su literatura siguió creciendo y allí siguió buceando la historia latinoamericana. Con dos novelas de su madurez volvió a denunciar dictaduras derechistas. En La Fiesta del Chivo convierte en paradigma del tirano abyecto al dominicano Rafael Trujillo, mientras que Tiempos Recios explica cómo la compañía United Fruit engañó a Washington y logró que la CIA derrocara a Jacobo Arbenz, iniciando en Guatemala la deriva de Centroamérica y El Caribe.

En El Sueño del Celta, el villano es el colonialismo explotador de Leopoldo II en el Congo, y el héroe es Roger Cassement, diplomático homosexual británico que defendía el separatismo irlandés y mostró al mundo la opresión que imponía el rey belga en las explotaciones de caucho.

Admiraba a Thatcher y Reagan pero no apoyó las dictaduras que ellos apoyaban. También escandalizó a los conservadores defendiendo el feminismo, el derecho al aborto, la legalización de las drogas y el reconocimiento y respeto a la diversidad sexual. Pero mientras el blanco en sus libros eran dictadores derechistas, en entrevistas y conferencias apoyó a ultraderechistas como Bolsonaro y defenestró líderes de centroizquierda como si fueran populismos exacerbados.

En esos derrapes rosó a Francisco I, a quién quizá, ante el notable contraste entre el humilde humanismo que irradió con la violenta vulgaridad de los liderazgos ultraconservadores, hoy invitaría a conversar en la Catedral.

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Claudio Fantini

Claudio Fantini

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